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Historia de un sombrero

Historia de un sombrero Por Félix Massó Milleiro Allí estaba yo, en el escaparate y a la espera de que alguien se animase a comprarme y a ponerme. Digo ponerme en el sentido de encasquetarme, porque en el otro no puede ser; solo soy un sombrero; tampoco puedo colocarme. Fueron tiempos de aburrimiento que transcurrían en la oscuridad hasta que el dueño de la sombrerería levantaba la persiana y volvía a ver la luz. En ese pequeño mundo disfruté de días soleados, de días oscuros, lluviosos, de viento, y de temporadas cálidas y de otras frías. Mi vocación de sombrero útil hacía que me sintiera mejor en los días soleados, lluviosos, o de mucho frío; sobre todo cuando me ilusionaba pensando en que mi futuro dueño sería calvo. Mi jefe era un hombre mayor que había dedicado la mayor parte de su vida a estar en la sombrerería. Lo consideraba un traidor porque nunca usaba sombrero. Jamás supe a qué dedicaba el resto de su tiempo.   Mis compañeros de escaparate eran otros sobreros, algunos

La caja de galletas

La caja de galletas Por Félix Massó Milleiro Soy una galleta de esas que bautizan con chocolate con leche. Vivo en una caja de galletas de hojalata, una caja de galletas de las de siempre. No me gustaría vivir en una caja de galletas de plástico, en una caja de zapatos, o estar prisionera en una caja fuerte, aunque estuviese repleta de dinero para galletas. Mis primas carnales son las galletas de chocolate negro y las de chocolate blanco. Muchas de las galletas de chocolate blanco odian a las de chocolate negro. Es algo que no acabo de entender, porque, al fin y al cabo, todas somos galletas. Las de nata, las de coco, las de vainilla, también son rechazadas y despreciadas por algunas otras galletas, que no son, precisamente de chocolate blanco. Antes de nacer nos amasan y así, entramos al horno muy relajadas. Hace muchos años, las cajas de galletas de hojalata pasaban de padres a hijos, eran como miembros de la familia. Una galleta amiga mía me contó que, en cierta ocasió

Mantequilla de cacahuete

Mantequilla de cacahuete Por Félix Massó Milleiro Alexander era un tipo un tanto oscuro, tanto que hasta el personaje principal de sus sueños era una sombra. Para Alexander lo más importante era caminar por la vida sin que a uno le apretasen los zapatos. Era un tipo tan inseguro de sí mismo que cuando percibía que su personalidad se desvanecía, recurría a la policía para que lo identificase. Conoció a Dorothy en el Metro, camino de su trabajo. Desde entonces, lo único que los unió fue la barra de un bar. Su relación de frustró por la afición de Alexander a la mantequilla de cacahuete. Dorothy padecía Anafilaxia, y era vegana. En cierta ocasión decidieron cenar juntos. Esa noche, tardaron tanto en elegir el menú que cuando se pusieron de acuerdo, se encontraron con que el restaurante ya había cerrado. Decidieron no volver a intentarlo. En la soledad de su apartamento rumiaba posibles salidas a una situación que   le estaba resultando insoportable. Pensaba si estaría a tiem

Flanagan, detective privado

Flanagan, detective privado Por Félix Massó Milleiro Estamos en la ciudad de San Francisco. En el entresuelo de una de las casas del barrio Telegraph Hill tiene su agencia Jerry Flanagan. En el cristal de la puerta puede leerse: “J. Flanagan Private Detective”. Es bajito y rubio. Su parecido con Alan Ladd resulta asombroso. Su secretaria y, a veces, colaboradora en las investigaciones, se llama Judith Dickinson. Estamos en pleno mes de septiembre, y hace mucho calor. Son las siete de la tarde y alguien llama a la puerta. Se trata de un hombre bien trajeado que oculta su cara tras unas oscuras gafas de sol. Judith abre la puerta y le pregunta que es lo que desea. El individuo, que luce exquisitas maneras, pide ser atendido de inmediato por el señor Flanagan. Dice que se trata de un asunto urgente y que requiere la máxima discreción.   Flanagan, sentado en su mesa de despacho, con tirantes y en mangas de camisa, recibe al visitante. Cuando ve su cara no sale de su asombro, se tra

Condenado a no opinar

Condenado a no opinar Félix Massó Milleiro John Palmer escribía artículos de opinión en uno de los periódicos más prestigiosos del país. Sus crónicas tenían fama de ser un tanto escurridizas. Le decían que su máquina de escribir perdía aceite. El jefe de redacción del periódico le dijo: - Muchacho, acostúmbrate a no escribir cosas tan incisivas, a los “dueños” no le gustan. Palmer sabía a quienes se refería. A veces, pensaba que era cuestión de tiempo que lo invitaran a dejar de opinar. Al cierre de la edición, solía pasear con Poppy, una   guapa periodista que decía que el sujetador le resultaba una prenda imprescindible, algo así como la soga a un ahorcado. En el garito en donde solían tomar la última copa, a esas horas de la madrugada, al barman se le ponía cara de pijama. Una mañana, el director del periódico le llamó a su despacho y le dijo: - Amigo mío, estuve pensando que sería conveniente que te ocupases de la crónica social. Palmer le respondió: - Har

Jhonny

Jhonny Por Félix Massó Milleiro Jhonny tenía problemas con la memoria. Un día le dijo a su mujer: - Margaret, cuando desayuno, acostúmbrate a recodarme que me acosté. Su negro Ford parecía recién fabricado en un desguace. Solía pararse en el arcén y, mientras fumaba un cigarrillo, limpiaba el revólver. A Jhonny le gustaba jugar a la ruleta rusa. Se deleitaba coqueteando con la muerte. Decidió dejar la práctica de su macabra afición por si la bala le jugaba una mala pasada y manchaba la tapicería del sofá. El bueno de Jhonny estaba tan obsesionado con que lo seguían que un día la emprendió a balazos con su propia sombra. A Jack, le dijo un día:   - Amigo, cuando me cosan a tiros pídele al forense que me extraiga las balas con una pinza de depilar. En las reuniones de la banda le ordenaba a sus socios que pusieran las armas sobre de la mesa. A veces, los cacheaba. Cuando entraban en un bar, antes de pedir las consumiciones, hacían una redada. En una ocasión se encontrar

Insomnio

Insomnio Por Félix Massó Milleiro Fidel padecía insomnio. Pasaba las noches con la paciencia de un relojero. Sus párpados abiertos como las contras de la ventana de la habitación. Por la mañana se sentía como si hubiese echado burundanga en el café con leche del desayuno. En el Metro, camino del trabajo, en las ventanillas del vagón el paisaje se convertía en una película que le resultaba insoportable. Sentado en su mesa de la oficina se sentía como un condenado a galeras. Era tan parco en palabras que sus compañeros tenían que sacárselas con un sacabocados. Su dieta, a base de verduras, y su forma de vida, le creaban cierto complejo de tortuga. Finalizada la jornada laboral, en casa mataba el tiempo visitando páginas en internet que trataran sobre asesinos en serie. Cuando leyó la historia de Jeffrey Lionel Dahmer, el llamado carnicero de Milwaukee, sintió una sensación de desprotección. Esa noche no paró de dar vueltas en la cama tratando de superar su miedo. Los latido

Sam

Sam Por Félix Massó Milleiro Sánchez era inspector de policía.   En el mundo de la delincuencia le llamaban Sam y a él le gustaba porque le recordaba los tebeos del “febei” que leía cuando era un niño. Sam respetaba a los yonkis porque era consciente de que eran víctimas de las mafias de la droga.   En más de una ocasión compartió porro con ellos mientras les contaba alguna de sus actuaciones policiales. Cuando entraba en un bar y pedía un güisqui, las ratas abandonaban el local. Vivía en una pensión de mala muerte porque su sueldo no le daba para vivir en un hotel y, como era soltero no le atraía vivir en un piso. Prefería hacerlo en donde le dieran todo hecho.   A la hora de la comida ponía sobre la mesa su Walther PP de la que no le gustaba separarse demasiado.   En más de una ocasión había sido su salvavidas.   La placa, siempre detrás de la solapa izquierda de su chaqueta, para poder enseñarla a la vez que con su mano derecha empuñaba la pistola, si las circunstancias lo

El quincallero

El quincallero Por Félix Massó Milleiro Se llamaba Manuel y vivía de la venta de pequeños objetos de todo tipo en   ferias y mercadillos, y de comerciar con algunas antigüedades que caían en sus manos. Manuel nació en una ciudad en donde su padre tenía una pequeña librería de viejo. A Manuel nunca le atrajo estudiar, y a duras penas consiguió el título de Bachiller elemental. Cuando alcanzó la edad necesaria se presentó de voluntario para el cumplimiento del servicio militar y librarse, cuanto antes, de la atadura que representaba. Una vez licenciado decidió irse de la ciudad y emprender una búsqueda de oportunidades. Por aquel entonces, muchos jóvenes decidían probar suerte en otros países. Algunos de sus amigos habían emigrado a Bélgica, a Francia, o a Alemania. Manuel decidió probar suerte y la oportunidad le surgió cuando se solicitaron trabajadores para realizar la vendimia francesa. Su trabajo había de realizarlo en la región vinícola de Bourgogne. Tras un largo v

La sotana del cura

La sotana del cura Por Félix Massó Milleiro Don Heliodoro, el cura del pueblo, era una persona rebosante en virtudes pero extremadamente pobre. Sus feligreses avergonzados de verlo siempre con su raída sotana, decidieron hacer una colecta para comprarle una nueva, que estuviese acorde con la condición sacerdotal. Reunieron el dinero, y convencieron a don Heliodoro a que aceptara el regalo. Hablaron con Valeriano, el sastre, ajustaron el precio del encargo, y le dijeron que el señor cura pasaría por la sastrería para que le tomara las medidas. El resultado fue que, al poco tiempo, el señor cura estrenó una flamante sotana. Desde entonces, cuando don Heliodoro se cruzaba con alguno de sus feligreses lo señalaba con el dedo y hacía lo mismo con la sotana, como diciendo: la sotana que visto me la compraste tú y estoy en deuda contigo. El señor cura parecía acometer la liturgia con renovados ánimos, como felicitándose de tener unos feligreses bendecidos con la virtud teologa

Campanadas asesinas

Campanadas asesinas Por Félix Massó Milleiro Don Heriberto era un indiano que, habiendo hecho una fortuna en tierras brasileñas, regresó a Tuy, su ciudad natal. Su hijo Alvarito iba a la academia de don Daniel y era un chaval un tanto aplicado. Todavía no había hecho el ingreso en el bachillerato y ya redactaba muy bien. El caso es que don Daniel, que sabía que don Heriberto no tenía estudios, se animó a visitarlo y hablarle de las virtudes literarias que adornaban a su hijo Alvarito. Le animó a que fomentara la lectura en su pupilo y que él colaboraría en la acción prestándole algunos libros que le sirvieran de iniciación. El indiano había invertido parte de su dinero en tres tipos de negocios: una empresa dedicada a la construcción, una tienda de electrodomésticos, y una imprenta. Pasó el tiempo y un cultivado Alvarito, que estudió la carrera de Filosofía y Letras, empezó su carrera literaria orientándose a escribir cuentos cortos. El tiempo libre que le quedaba después de

Mi pueblo, y sus personajes

Mi pueblo, y sus personajes ¡Ah, el pueblo!. El pueblo es nuestra casa común. El pueblo es, también, sus personajes. Andrés el Rata -así le llamaban-, era un zapatero remendón que tenía, como mascota, una rata metida en una jaula. La cuidada con esmero. A los chillidos del animal, prestaba especial atención su gato, El Rata lo tranquilizaba y, acariciándolo, le decía - Tranquilo, gato, cuando la palme, te la comerás Era cojo; había quedado tullido a causa de la poliomielitis. Marcial el Furtivo, se dedicaba a capturar pájaros en el campo. Cogía jilgueros, pardillos, camachuelos, y verderones, que vendía a los aficionados al silvestrismo. El resto del tiempo lo dedicaba a disecar animales y a hacer chapuzas.. Evaristo el Tenazas, el herrero, tenía muy mala leche. Corría a los niños que curioseaban su trabajo, los perseguía blandiendo las enormes tenazas con las que sujetaba los hierros que calentaba en la fragua, gritándoles - ¡Como os coja, os voy a poner las orejas al ro